Fragmentos analíticos de libros sin leer

Fulcanelli

Por Juan Pablo Ramírez Idrobo

Frente a mi nariz tengo la obra crítica de Julio Cortázar, atiborrada en un solo tomo espeluznante por lo gordo. A su lado, un ejemplar de El misterio de las catedrales, de Fulcanelli, acaba de sorprenderme una vez más: siempre lo dejo bien ubicado en la biblioteca y siempre aparece junto a los libros que tengo sobre el escritorio y que debo revisar. Sin embargo, nunca lo abro; vuelvo y lo llevo al cuarto contiguo y lo encalabozo junto a los demás que lucen bonitos en su estantería hecha a mano por la fina motricidad de mi padre carpintero.

No solo yo ignoro quién es, fue o será Fulcanelli. Unos dicen que sí, que vivió en Francia. Otros que no, que es un seudónimo para un tal Canseliet quien en el prefacio del libro se declara discípulo de Fulcanelli. Hay quien se aventura a identificar al misterioso conde Saint-Germain, personaje fabuloso que me ha llenado de intriga desde los 14 años, cuando leí un artículo sobre sus extrañas apariciones a través de la historia y sus vínculos con toda clase de artes y ciencias ocultas.

En esa primera adolescencia fui presa del coleccionismo de revistas y libros que versaran sobre ovnis, misterios de las pirámides y conjuras masónicas para el control mundial. En algún pasaje de El péndulo de Foucault, Umberto Eco llama a los autores de este tipo, “los diabólicos”. Pues bien, me consagré a la lectura de los diabólicos, esperando ver al primer alienígena cruzarse en mi camino.

Pero la fiebre duró hasta que Fulcanelli y sus catedrales aterrizaron en mis manos. Puse el libro en la biblioteca por primera vez y me desentendí del tema. Lo raro fue que, a pesar de ser consciente de haber dejado el libro en el anaquel, empecé a encontrarlo sobre la cama, en el baño, dentro de la mochila. Siempre lo cargo porque siempre aparece.

Como ahora. Quería hablar sobre la obra crítica de Cortázar, que acabo de comprar, pero es que tiene tantas páginas…

*

Ulises

En mayo del 2005, durante una corta visita a Bogotá, tuve la agridulce fortuna de entrar a una librería de viejo y comprar una edición bastante bonita de Ulises de James Joyce. El prestigio de la obra la precedía, por lo que me animé a gastar lo último que tenía y caminar el largo trayecto de vuelta a mi hospedaje.

Embalé el libro con sumo cuidado y abordé la flota que me traería de regreso a Popayán, fantaseando de cuando en cuando con lo rico que la iba a pasar al comenzar a leer mi tesoro.

En efecto, llegué a casa y descargué la maleta. Me di un baño con agua hirviendo y salté sobre Ulises como la gastada metáfora del tigre sobre su presa.

Hoy se cumplen 15 años de aquel evento y no he podido pasar de la página 3.

*

Como resabio calmante me gusta pasar cada tanto por librerías de viejo. Acá, en esta villa famosa por lo culta, solo hay dos y refundidas en rincones atiborrados de abastos, graneros, abarrotes y putas. A veces, el dueño de una saca algunos libros, monta un quiosco y vende lo que puede en el parque del Poeta Soldado, conocido así por la estatua de Julio Arboleda, insigne esclavista y potente guerrero antiabolicionista local.

Una vez, siendo muy niño, le pregunté a mi papá por qué Julio Arboleda era el poeta soldado. Papá, que nunca fue tacaño con sus enormes dotes pedagógicas, me explicó que, como la estatua era metálica y el señor había sido también poeta, la habían soldado allí unos empleados metalúrgicos del municipio. Años después descubrí el embuste de la explicación, además de comprender que las típicas bromas de papá fueron mi escuela para combatir la seriedad, el aburrimiento y la daga para malherir el ego de los idiotas.

Pasé por el parque aquel y el hombre de los libros (es flaco, bigotudo y medio tonto), tenía su negocio ambulante. De inmediato encontré un Breve diccionario de ateísmo, que tan solo por el título fue a parar a mi mochila tras pagar una suma ridícula. Un diccionario de ateísmo soviético, traducido en Cuba y pensado como herramienta para la investigación en la siempre noble rama del ateísmo científico (juro por lo más sagrado, valga la blasfemia, que así reza la contratapa).

Ateísmo

Un detalle adicional. Las definiciones, ordenadas de A a Z, contienen los más diversos términos sacros desde, “Amén” hasta “Zacarías”. Interesante paradoja que podría ser motivo de sesudas tesis doctorales en el siempre noble y nunca bien ponderado ateísmo científico.

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Vuelvo sobre Ulises porque es, de los libros que hay en mi biblioteca, el más importante. Ahora se verá por qué lo valoro como tal y no se extrañe nadie o alguien (dos modos distintos de decir la misma persona, nadie o alguien, el mismo), de que acabe demostrando todo lo contrario.

Ya mencioné la llegada del libro a mis manos en aquella primavera bogotana (horrendo anacronismo estacional), y quedó insinuada la cuestión de que, pasados casi tres lustros, no he pasado de las primeras páginas.

Pues bien, compré el libro por un intenso impulso esnob que me obligaba a presumir un mamotreto de tal envergadura, sabiendo que las recomendaciones de algunos amigos apuntaban a la grandeza de la obra y a la obligatoriedad de leerla. Era mi deber pasear con ese libro bajo el brazo, pues me había convertido en una especie de faro bibliográfico (más bien una linterna de pilas AA), para el círculo cercano de amigos y condiscípulos. En parte la fama era bien merecida porque hasta esos días yo había leído como enajenado y me traía mis buenas lecturas paralelas que asombraban a más de uno. Recomiéndame algo de suspenso, decía uno. ¿Qué sería bueno leer para empezar a conocer a Sthendal?, preguntaba alguien: a Stenhdal, respondía yo siempre atento a la broma. Hasta ese punto, Sthendal o Stenhdal o Stendhal, me sonaba a poeta inglés. Pero no, resulta que era francés y recién ahora, el mes pasado, supe que se pronuncia con acento en la última sílaba, [Stendhál]. Rojo y negro y La cartuja de Parma, dos excelentes tomos que no he leído.

Porque he leído mucho, ya dije, pero no tanto porque los libros del mundo parecieran infinitos (sé que no lo son) y la biblioteca universal, prefigurada por Borges, es una gigantesca criatura que se reproduce con pasmosa velocidad y engendra, engendra, engendra, engendra tomos como si de respirar se tratara. De modo que Stendhal, no. Víctor Hugo, no. El Infante Don Juan Manuel, menos.

He soñado con aquella criatura. Mis sueños son muy artísticos, para qué negarlo, por lo que la biblioteca general se me revela como un espacio a lo Dalí (por otra parte, no podía ser de otro modo), flotando sobre la costa, intuyo que sería Tolú, mientras se contrae toda ella en espasmos que expulsan millares de libros de todas las índoles. Y yo desde abajo abriendo los brazos para agarrar los que pueda, al mejor estilo de una piñata. Caen los libros expulsados de la matriz flotante y golpean duro mi cabeza y brazos. Despierto cuando me golpea el Pequeño Larousse en color. Entonces pienso en Borges que escribió poco (cuentos más bien breves, poemas a media marcha y ni una novela), pero lo escribió todo. En cada cuento, como en cada cuerpo según los orientales, está el universo y por eso digo que lo escribió todo. ¿Y no es acaso el mismo ejercicio de cada escritor? Problema resuelto.

Mi respuesta sobre Stendhal, llena de vueltas y sueños, era el aperitivo nada más. ¿Qué es lo que más te gusta de Gabo?, preguntaban. Que fumaba, respondía yo. Porque las cosas hay que decirlas: los escritores no me llaman la atención porque a mí lo que me gusta son las mujeres. De pronto la obra del escritor, sí, de modo que a Gabo siempre le admiré el bigote y el pucho o la voz cadenciosa. A Cortázar le sonaba muy sabroso esa erre enroscada en la garganta, similar al hablado de Alejo Carpentier, como a Bolaño la exótica mezcla de chilenismos e hispanismos en la misma frase.

Pero la charla llegaba al inevitable punto del libro que traía en la mano. ¿Uy, Joyce, qué tal?, preguntaban. Uf, abrumador, respondía yo sin confesar que ni siquiera lo había abierto. Bueno, es una exageración. Sí lo había empezado y logrado llegar tres páginas en el futuro mientras Leopold Bloom se afeita. Escribo estos recuerdos en 2019 y voy exactamente en la misma página.

*

Algunos libros ya leídos entran en la biblioteca personal para convertirse en ejemplares sin leer. Hay una clase especial de libros que en su momento cayeron en mis manos porque alguien los estaba leyendo y los recomendaba. Entonces el préstamo era inevitable. Luego, años más tarde, el placer consiste en comprarlos para tenerlos, nada más, ponerlos a la vista para acariciarlos cada cierto tiempo y recordar algún pasaje o a la persona que lo prestó cuando lo leímos.

 

 

[Montepío] Sus loquitos

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Pablo Picasso – «El viejo guitarrista», (1903)

Por Juan Pablo Ramírez-Idrobo

*

Le decían Carebanano por las múltiples manchas oscuras que le cruzaban el rostro, tal vez, a causa de su eterna permanencia en la calle bajo los rayos del sol.

Nació en el seno de los Zancudera, familia privilegiada y de rancia estirpe, pero muy niño desvió el camino de la escuela hacia los senderos del exceso, de modo que a los veinte años ya era uno de los loquitos que pedían monedas en las calles de Montepío. Igual, nunca pasó hambre porque sus hermanos velaban por su sustento. Entonces, uno le daba ropita, otro, cosas para adornan su viejo cuartucho.

Un día, el pelafustán recibió de su padre un billete de la lotería local como regalo de cumpleaños. Metió el papel en el bolsillo de la camisa (otrora propiedad de su hermano menor, el policía), y el cuerpo en el estanco habitual. Un radio de pilas anunciaba los números premiados. Se puso pálido. Revisó su billete y vio que era el feliz ganador de 25 millones de pesos montepianos de la época.

Presa del júbilo se empujó un bareto del tamaño de una papaya y corrió hasta su casa. Frenético, sacó la gasolina de los tarros del hermano mayor, el mecánico, y salió al patio para empezar el holocausto. Cargó el armario, mesitas, bicicleta, en fin, todo lo que le habían dado durante su vida de vagancia.

Mierda, esta mesa me la regaló mi primo, quémate desgraciada que ya tengo para comprar mis propios muebles. Así, con la misma fórmula, iba pasando por la pira toda clase de artículos hasta que empezó a quitarse la ropa (heredada de sus hermanos o regalada por ellos), y vio consumirse entre el fuego purificador la camisa con el billete premiado en el bolsillo.

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Ilusiones vivió convencido de que era poeta. Los últimos años los pasó apostado en la pileta municipal de Montepío, avisando a los choferes sobre posibles colisiones mientras estacionaban.

Hoy, tras exhaustivas indagaciones, sólo se conoce un versito de Ilusiones: “Si como camina cocina, yo me como hasta el pegao”, que repetía al pasar de las marchantas en domingo. Sin embargo, a pesar de no haber mayores vestigios de su producción, Ilusiones se configuró -con su único verso- en un poeta polémico.

Algunos sostienen que dicho verso no es de su autoría, si no que obedece a un viejo piropo popular rescatado por el poeta, tal vez, escuchado en su juventud.

Sin embargo, los críticos más audaces se atreven a instalar al paupérrimo vate en el Parnaso montepiano, gracias a su capacidad de acercar lo elevado de la poesía a los procaces oídos de las domésticas en domingo.

***

La longevidad de esta dama tenía pasmados a los montepianos. Tres generaciones conocieron a la alcaldesa, mujer pequeña y maloliente que pasó sus días gritándole verdades al balcón del presidente municipal. Se la veía llegar, apenas amanecía, con un radio de pilas debajo del brazo.

La plaza del Tontín Botánico la recibía con el frío de las bancas cromadas. Desde una esquina comenzaba su letanía de madrazos contra el establecimiento. Parecía de pilas, como el radio. Apenas daba el mediodía en el astuto reloj de un solo puntero, la campana le anunciaba un rato de silencio para ponerse a mendigar el almuerzo.

El reloj de la plaza se averió durante la explosión de las cloacas, pero el silencio de la alcaldesa marcaba puntual la hora canicular.

Un día la encontraron en el parque tumbada bocarriba y con un putazo de muerte dibujado en el rostro.

El presidente municipal mandó a componer el reloj.

****

Sir Isaac Newton ya llevaba varias décadas en el infierno cuando Federico Manuel de Boldas nació, creció y, de la nada, descubrió las leyes de la fuerza -ya descritas con detalle en el Principia Mathematica newtoniano-. Desde niño sentía un placer infinito tumbado en el solar de su casa en Montepío, soplando dientes de león y coleccionando hojitas.

Como vástago de don León de Boldas, ilustre comerciante castellano asentado en tierras de tropical malaria, aprendió a leer con los curas frapuchinos y se negó a salir de Montepío. Es así como entre las rudimentarias matemáticas de Euclides y Pitágoras o la petrificante retórica de Santo Tomás, Federico de Boldas iba descubriendo cosas.

Padre prior, dijo una vez, fíjese que acabo de darme cuenta de que el volumen de un cuerpo sumergido en un recipiente con agua es igual al volumen del agua desalojada al sumergir el cuerpo… Sí, Federico, respondía con paciencia el prior, es el principio de Arquímedes. Ah…, se contentaba con replicar llevándose las manos a la cabeza.

Sin embargo, nunca se desanimó. Siguió observando las matas de la casa, de la cuadra, del barrio, de las fincas. Su padre, para no decepcionarlo, le decía que sí, que era un visionario que había sido plagiado por todos esos perfumaditos de los libros.

Papi, usa tus influencias en la corte para demandar a esos perros ladrones de ideas. Tengo una lista de los bribones justo aquí:

Arquímedes
Aristóteles de Estágira
Leonardo da Vinci
Avicena
Averroes
Isaac Newton
Aurelio Baldor
Lennon y McCartney

Y me faltan, papi… Bueno, hijo, déjala junto a la carta al niño dios y mañana la pongo rumbo a Madrid.

Entre tanto, su reputación como botánico iba creciendo pues, a pesar de que sus descubrimientos eran ajenos y añejos, también sucedía que eran correctos. Además, la autoría de tales peripecias sólo era conocida por los letrados, es decir, los curas.

Un buen día, Federico Manuel de Boldas empezó a ser llamado El astuto Boldas. Todo Montepío se reunía a escucharlo hablar sobre las propiedades digestivas del anís o las cicatrizantes de la sábila. Ya se había olvidado del pleito contra sus plagiarios y empezaba a hacer extrañas migas con un viajero alemán, jovencito como él, y que respondería al nombre de Günther von Bonn.

Se los veía para arriba y para abajo examinando troncos y siguiendo el camino de las hormigas arrieras. Se metían a los matorrales echando risitas y salían colorados, picados por las hormigas.

Ahora el pueblo lo llamaba El ambiguo Boldas y a su amigo le aplicaban la tradicional fórmula del diminutivo montepiano. Ahora le decían von Bonncito.

Al padre no le gustaba la fama que iba alcanzando su único retoño, así que envió la querella contra los supuestos plagiarios de Federico. Tenía la esperanza de que allá vieran que se trataba de un lunático y que enviaran por él para enlistarlo en la milicia.

Pero el efecto fue otro. En la corte española no estaban para papeleos idiotas con un criollito tarambana. Así respondieron a don León y este, al ver herido su orgullo de padre, se alió con el matón Antolín Balacera y muy pronto, sin querer, liberaron del yugo español a Montepío y por ahí derecho a todo lo que empezaría a llamarse República de Palomania.

Federico Manuel simpatizó con la causa de su padre, pero no era hombre de guerra. Al enterarse del triunfo independentista se paró en la plaza mayor de Montepío y descubrió lo que le faltaba: la borrachera. Empezó a bogar chicha como un poseso hasta que puso los ojos en blanco y cayó muerto ante la mirada conmovida de von Bonncito y tres marchantas que pasaban.

En aquel lugar se levantó una estatua que lo homenajea como un casual líder de la independencia. Los montepianos modificaron su apodo una última vez, El tontín Boldas o El tontín Botánico, y así quedó bautizado el parque central del pueblo.

En la base del monumento, su inseparable von Bonn mandó a poner la placa que aun hoy reza:

A Federico Manuel de Boldas. El tontín botánico que descubrió lo ya descubierto y hasta después de muerto, descubrió.

*****

Con la llegada del ferrocarril vinieron cosas extrañas. Llegaron los discos de Gardel y los aparatos para escucharlos; llegaron las putas costeñas -los montepianos ya estaban hartos de las lugareñas-, y se oían rumores de que los peones tenían derecho a descansar.

Juancho Lochas tenía ocho años cuando empezó a cargarle el teodolito a mesié Friolere, a la sazón ingeniero en jefe de las obras del tren montepiano, y de él mismo escuchaba fascinantes historias sobre unos señores pobres que habían puesto de patitas en la calle a unos espantosos ricachones, por allá en Europa, por allá en la mierda. Supo también que, a diferencia de Montepío, en otros lugares del mundo los obreros ya podían descansar de noche, cobrar dinero proporcional a lo que trabajaron y juntarse en clubes que se llamaban sindicatos. Juancho escuchaba atento, mientras ganaba por su trabajo el aprecio de mesié Friolere, y nada más. Entonces pasaron cuatro años y las obras terminaros y los ingenieros se largaron, dejando los discos, las putas y la semilla sindical.

Montepío funcionaba, hasta aquellos días, como un gran feudo gobernado por los Zancudera. Entonces, las opciones laborales consistían en engancharse como aprendiz en el oficio familiar para ir escalando y, de pronto, ser algún día maestro en algo. Juancho Lochas -cuyo verdadero nombre era Juan Manuel-, estaba ahora aprendiendo la sastrería, gracias a la paciencia de su padre. Sin embargo, se escapaba por las tardes y se juntaba con los peones del hato de los Zancudera y les enseñaba a leer con la ayuda de los libros que le obsequió mesié Friolere. Estos hombres le hacían caso porque hablaba bonito, además de considerar que tenía razón cuando les decía que ya era hora de que recibieran un salario, así como los soldados y los docentes, únicos gremios con derechos laborales en el país.

Los peones iban donde los capataces y exponían sus inquietudes. Los capataces iban donde los Zancudera y volvían con soldados a decirles que regresaran a sus labores. Bastante hay que agradecer a los patroncitos por dejarnos vivir acá y tragar de lo que da esta tierra, dicen que decían los capataces a los peones.

Mientras tanto, Juancho se iba convirtiendo en un sastre eficiente y en un líder aguerrido. Era cuestión de tiempo para que el general Zancudera (en este momento de la historia del país, Arsenio), descubriera de dónde venían las ideas revoltosas implantadas entre sus jornaleros. Al taller de sastrería llegó una carta proveniente de la capital, sellada y firmada en palacio:

Estimado Juan Manuel Subelaspuma:

Escribo estas líneas, no como Jefe de Estado, sino como viejo amigo tuyo y de tu familia. Sabrás que estudié la primaria con tu padre y, por ello, sobre él recaen los contratos para confeccionar los uniformes de la tropa del glorioso ejército de Palomania. Debes reconocer que no te ha ido mal, no has pasado afugias. Y ahora tomas las banderas de tu padre en el noble oficio del buen vestir. Tienes tu futuro asegurado si sabes ser disciplinado.

Es por esto que me he tomado la libertad de nombrarte como agregado de la legación nacional en Francia. Allá podrás, aparte de recibir un buen salario diplomático, aprender todo lo alusivo al corte y confección en la tierra de la moda y el buen gusto. Sé que sientes especial cariño por las Galias, pues he conversado con tu amigo, Friolere, y me ha puesto al tanto de tu personalidad.

Espero una pronta respuesta, ojalá positiva, para así poder conocerte en persona.

Con afecto,

S.E. Arsenio Zancudera Badajo-Raspalaolla
Presidente de la República
General-Comandante en Jefe

Posdata: más te vale aceptar pues, de lo contrario, el único perjudicado será tu papá. Ah, y deja en paz a mis peones con tus ideas estúpidas, comunista infeliz.

Como era de esperarse, Juancho aceptó de inmediato y se fue. Estudió la alta costura y engordó su billetera. Regresó cuando cumplía los veinte años y se casó con una vecina. Tuvo un hijo que se suicidó muy joven y una hija que lo acompañó hasta sus últimos días. Murió a los 98 años en su finca aguacatera de Vallehediondo.

Pero los peones no eran bobos. Apenas Juancho Lochas se fue, organizaron una gran huelga que terminó con una sangrienta refriega entre los jornaleros y el ejército. Resulta que la tropa está conformada por gente de la comarca -primos, hijos y hermanos de los huelguistas-, que terminó uniéndose a las exigencias populares. Murieron 17 gallinas que terminaron en la olla del sancocho cocinado para celebrar el triunfo sobre la familia Zancudera, que tuvo que empezar a pagarles.

Futurama

Fotograma de 'Metrópolis' de Fritz Lang (1927)

Fotograma de ‘Metrópolis’ de Fritz Lang (1927)

Un hombre quiso y pudo viajar en el tiempo. Regresó, de vuelta a los días de su adolescencia, y se encontró a sí mismo a los trece años. Se acercó, se invitó un helado, se fue a pasear consigo mismo por una calle larga hasta que llegó, duplicado, a la casita donde creció. Se despidió sin revelar su identidad y miró cómo su madre lo recibía hace tantos años. No pudo, ni quiso, evitar el llanto mientras operaba la máquina que lo devolvía al tiempo actual. Ese día descubrió el detalle que signó su camino en adelante: se había enamorado de aquel muchachito.

Juan Pablo Ramírez I., 2016

Futurama (primer intento)

Edgar Degas - “En el café. La absenta” (1876, óleo sobre lienzo, 92 x 68 cm, Museo d’Orsay, París)

Edgar Degas – “En el café. La absenta” (1876, óleo sobre lienzo, 92 x 68 cm, Museo d’Orsay, París)

¿Te acordás de aquellos lotes que quedaron después del terremoto, esos muros a medio levantar, con tanta vegetación y vida microscópica invadiendo lo que solía ser una salita de estar o un dormitorio nupcial?

Las enredaderas. Recuerdo lo que quedó de la casa de mi abuelo y las enredaderas por todos lados. Visitábamos las ruinas una vez al año, por semana santa, como una peregrinación para exorcizar tiempos mejores. Había un rinconcito, donde estuvo la alcoba de mi hermana, que tenía un brote verde pegado con firmeza. Al segundo año, una línea diagonal cruzaba la pared y, del brote, habían salido bejucos en todas las direcciones. Con decirte que al décimo aniversario del terremoto, la pared ya le pertenecía al bosque. Una maraña cerrada de hojitas y animalejos en una superficie de 5X3, en pleno centro histórico, bajo techo. De modo que sí me acuerdo, loco.

Ah, es que un primo me contó que a un conocido suyo le pasó algo muy especial. En el centro funciona un café de esos que propician la conspiración y el cigarrillo. Pues bien, el conocido de mi primo frecuentaba el lugar después de clases. Iba a diario y se sentaba en el mismo lugar. Un día llegó desde temprano y no se volvió a levantar. Estaba todo el tiempo ahí, pidiendo un café tras otro y fumando.

Así pasaron varias semanas, ante el asombro de los dueños del local que no lo desalojaron con la idea de venderlo como espectáculo de feria. A la quinta semana quiso levantarse, pero el asiento ya estaba enquistado en el culo y el cuerpo no le respondía. Se dio por vencido y la madera de la mesa y la piedra del muro se lo fueron fagocitando. Hoy no queda huella de su paso por la faz de la tierra, sólo la perentoria advertencia que los dueños fijaron en un gran cartel: “Tiempo máximo en cada mesa, 45 minutos. Gracias por su comprensión”.

Juan Pablo Ramírez I., 2016

El guayabo de la ye

VINCENT VAN GOGH: “La chambre de Van Gogh à Arles (La habitación del artista en Arles)”, 1889

Vincent van Gogh. “La chambre de Van Gogh à Arles (La habitación del artista en Arles)”, 1889. Óleo sobre lienzo.

Se le ocurrió timbrar unas tarjetas preciosas y repartirlas él mismo. Alquiló el único salón de baile, donde también se celebraron los quince años de su hermana y contrató la orquesta más popular –por no empezar a redundar y decir la única- en Montepío, ‘Los dramáticos del son’. Todo estaba dispuesto para el sábado en la noche. Desde los días escolares, cuando esperaba insomne y ansioso el habitual paseo al volcán Lodazales, no sentía tanta emoción y premura. Entonces bautizó esos días como ‘Semanalarga, de la inquieta espera’.

Lunes:

Aprendió la sastrería de la mano del abuelo, pero nunca fue capaz de coser para su propio disfrute. En el taller del antiguo socio de su viejo querido, pudo volver con la mente a esas tardes de tiza cuadrada y reglas curvas. El olor del paño húmedo al contacto con la plancha y la figura recia de un viejo gafufo con metro y medio colgado al cuello.

Tu abuelo odiaba hacer pantalones con valenciana, decía el exsocio para sacarlo de su abstracción. Y lo odiaba a usted, tuvo ganas de responder. Pero es el único sastre que queda por acá y el vestido para mi fiesta ha de ser a la medida.

Martes:

El director de ‘los dramáticos’ fue, en su momento, profesor de aritmética, castellano, higiene, música y religión de la escuelita local. Fue maestro de tres generaciones y conocía bastante bien a cada familia del pueblo. Sabía, de primera mano, sobre la desmesurada afición al vino de los varones de la casa del homenajeado. Por eso, y dado su alcoholismo, decidió cobrar la serenata con 2 botellas de Merlot para cada músico. No hace falta decir que el trato se cerró con un brindis.

El tuerto –que así llamaban al vetusto trompetista- alzó la copa, por ti, tu padre y tu abuelo, dos discípulos y un compañero. Y por lo que quiera que sea que celebras. Así sea, profe, y fondo blanco.

Miércoles:

No le daba guayabo desde hace años.

Pensaba en ir hasta la tipografía que, como dato curioso, era de una señora que fue suegra suya. Pero no. Recoger las tarjetas era lo último. Sin embargo, se puso una cita con Cristina en la fuente de soda.

El clima de Montepío es como su gente: mediocre. Un rato sí, sol encendido y, de la nada, nubarrones, aguacero. Cristina aprendió de su madre las artes de la tipografía, pero muy joven se rebeló contra el destino familiar y, desde que abandonó a su novio, es la telefonista.

Te sienta el azul, dijo ella como saludo mientras retocaba el maquillaje con torpeza, hace calor… No tanto como aquella mañana en que terminaste conmigo, pero no quería hablarte de eso. Lo que pasa es que este sábado haré una reunioncita para los más cercanos y quiero que vayas. Sus palabras eran exactas, muy ensayadas, y salían pronunciadas directo al escote de Cristina. No la miró a los ojos ni por un segundo. ¿Y eso, no me digas que te ganaste la lotería? No, nada de eso. Es una sorpresa. Si me hubiese ganado la lotería no haría fiestas y me compraba un camión. Pero no me dejes con la intriga. A Cristina le brillaban los ojos como antaño. Bueno, dijo con ánimo de jugar, tienes dos oportunidades de adivinar, sino te aguantas hasta el sábado. ¿Terminaste la carrera? No. Tengo otro chance, pero mejor me aguanto hasta el sábado.

Jueves:

Antes de la explosión, Montepío se recorría en dos brincos. Desde su fundación el pueblo atravesó dos tragedias: la explosión de las cloacas y la epidemia de cólera, una consecuencia de la otra. Bueno, pero aún faltan varias décadas para eso y, de este cuento, quedan tan sólo tres jornadas.

Repartió las tarjetas en menos de una hora. Fue al taller del sastre y se llevó el vestido hasta su casa para probárselo de inmediato. Se quedó con los pantalones puestos el resto de la tarde para disfrutar la piquiña que produce el paño inglés. Me veo bien, tengo un aire a papá, decía caminando con garbo, haciendo sonar los zapatos en el piso de madera.

Viernes:

Había pagado un adelanto por el salón de baile, pero no quería deber nada, así que fue a abonar la cantidad restante.

La dueña, antigua prostituta llegada con los ingenieros del ferrocarril, pudo quedarse en Montepío y poner su localito de bataclán junto a la ferretería de don Marcelo Pringón, bisabuelo de medio pueblo. Al parecer, fue este mismo señor, ya muy anciano, quien contagió a la doña con los afamados piojos ñatos montepianos. De este modo cerró el local y lo convirtió en salón de eventos.

Qué bueno tenerlo por acá, mijito. Ya le iba a mandar recado de que pasara por la llave del salón principal porque me voy a una cita médica. En este pueblo uno se muere de una gripa y, por eso, me tocó pagar médico en Vallehediondo. Sí, señora, todo lejos de aquí es mejor.

Sábado:

Según las instrucciones del homenajeado los músicos debían apostarse en el jardín exterior y tocar ‘El guayabo de la ye’, justo a las ocho de la noche. En ese momento la empleada abriría la puerta y todos podrían entrar.

Así se hizo. Los invitados aguardaban la inusual ceremonia, cada uno, con su respectivo regalo debajo del brazo. Es costumbre montepiana no llegar manivacío a fiestas y reuniones. En el jardín exterior al salón de eventos esperaban veintisiete personas, todas de gala, seis músicos y dos perritos vecinos que se quedaron a fisgonear.

En un pueblo pequeño todos se conocen y no hay términos medios; se aman o se odian. Asistió la mitad de la gente invitada y, los que fueron, lo hicieron más por curiosidad.

Esa familia siempre ha sido rara, comentaba la peluquera con su marido. Sobre todo ese muchacho que nunca tuvo oficio conocido, aportaba el alcalde que era primo segundo del papá del anfitrión.

¿Pero ellos si son de acá? Sí, doña Cielo, descienden del fundador. A mí me contaron, eso sí, que tienen sangre de gitanos y judíos. Puede ser, doña Rosaura, y me consta que, al menos, el papá de este que nos convida hoy era comunista. El abuelito materno sí era un alma de Dios. ¿Cuál, el Alcibiades? Sí, ese mismo. Bueno, muy católico si fue, pero anduvo de líos de faldas con una prima mía de Vallehediondo. Hombre, al fin y al cabo…

Fue Cristina, la tipógrafa rebelde, la telefonista, la exnovia, quien anunció el momento. Son las ocho, tía Cielo, don Fidel. Sí mijita, por lo menos el muchachito prometió comida y traguito. Sí, por lo menos, dijeron los demás en deprimente coro. Cristina se peinaba con los dedos y don Fidel se acomodaba el corbatín.

‘Los dramáticos del son’ atacaron con furia y auténtica sabrosura los hipnóticos acordes de la canción indicada. Para esta ocasión habían suprimido una trompeta y así poder contar con una voz cantante.

La euforia del ritmo contagió pronto a los asistentes. Cuando se abrió la puerta se atropellaban bailando al ritmo de la música. Iban entrando, haciendo trencito y cambiando posiciones, haciendo venias y caravanas. En la antesala había jarras dispensadoras de alcohol y grandes letreros con el anuncio, SÍRVANSE LO QUE QUIERAN. La gente bogaba aguardiente y seguía la comparsa hasta el salón principal.

La algarabía empezó a mermar cuando, uno a uno, los invitados fueron irrumpiendo en la gran sala decorada con una bola de discoteca en el techo y asientos vestidos de moños rosa. Los músicos seguían tocando sin cesar la misma canción y no pararon porque venían atrás y no podían ver.

En el centro había un hombre muy elegante, con traje de paño original y corbata de seda azul rey. Un hombre peinado a la moda masculina del momento, bien afeitado y oloroso al agua de colonia que el turco Jattin traía en su maletica cada año. Un hombre ahorcado con una soga de lino anudada con pulcritud a un cuello recién lavado con estropajo y aceite para bebés. Era el anfitrión. Y del saco, en lugar de veneno, asomaba un trozo de papel que decía, “A mamá”.