Tomada de: matleal.wordpress.com
El señorito inglés se pasea de un lado a otro tratando de no fumar. Lleva las manos en los bolsillos, apretando con firmeza los muslos velludos –los mismos que causan sensación en la piscina pública cada sábado- y silbando la línea de bajo de algún éxito que bien podría ser de Pink Floyd.
Camina con pasos, como todo el mundo, agigantados porque es de huesos amplios. Va del punto A hasta el punto B, describiendo un movimiento rectilíneo acelerado que se convierte en armónico simple cuando le invade su angustia de fumador en rehabilitación.
El viento sopla en contra, es decir, de B hacia A, y trae consigo el aroma del tabaco de varios sujetos (masas puntuales) que transgreden la prohibición. No se sabe si fuman por gusto o por subversivos, o simplemente hagan parte de un complot orquestado por el terrorismo para provocar una recaída del señorito inglés.
Manuel, así se llama, mide casi dos metros y proyecta una sombra en el piso con una luz incidente a treinta y ocho grados sobre su cabeza. Su cuerpo entero es el cateto opuesto al ángulo de su sombra con el piso, pero no se mide en radianes por aquello de la terquedad propia de los ciudadanos del imperio británico.
Cuando ya no soporta el ardor en las piernas saca las manos de los bolsillos del pantalón y las mete en la chaqueta, como si hiciera mucho frio, a pesar del fenómeno del niño que le trae el aroma del viento. Marlboro, tal vez Lucky Strike. No, es Lucky con absoluta certeza y en un giro de tiempo, imposible para la mecánica clásica, se ve a sí mismo aprendiendo a no ahogarse con las primeras caladas de un pucho que marea.
El último día en el colegio, antes de graduarse, y los gañanes del grupo, fumadores todos. Grandes, hombres, masculinos, pese a sus 17 recién cumplidos. De alguna manera hay que crecer, pensaba, y aspiró el Lucky recién encendido. Recuerda que vomitó hasta la última gota de vida y regresa hasta su ruta entre A y B (un poco más cerca de B). Pero es un regreso intangible porque siempre, o por lo menos todo este rato, estuvo moviéndose para llegar.
Sabe que verse a sí mismo haciendo cosas ya hechas se llama recordar. La caminata se le hace más leve si recuerda, pues reemplaza el entorno por vainas virtuales alojadas en la memoria, hasta el punto de sentir el tiempo pequeñito y ridículo. Recuerda, también, que estuvo sin fumar mucho tiempo, pero que las muertes en las que se vio involucrado le castigaron la voluntad hasta convertírsela en muñeca inflable para usar en la soledad de las noches de invierno.
Manuel tiene casi treinta años y una vida plena por delante. Acabó el bachillerato sin contratiempos y pelea con el mundo cada vez que se propone dejar de fumar.
Después de la primera muerte la frialdad de los saludos se volvió costumbre. Cuando el drama del homicidio no lo toca a uno directamente, la vida transcurre como si nada. Por eso, todo parece cotidiano, aún las bromas macabras sobre quién podría ser el próximo.
Cuando murió el primero no sabíamos que vendrían más. Total, era un tipo raro y solitario. De vez en cuando se acercaba a preguntar la hora o pedir lumbre. Manuel procuraba involucrarlo en nuestra charla, pero encendía su cigarrillo y volvía a un rincón a mirar, literalmente, para arriba. Verlo, casi con la misma expresión triste, tirado en el piso y botando sangre por el abdomen abierto, fue más conmovedor que otra cosa. De todos modos era un completo desconocido, a pesar de haber tomado los mismos cursos desde hace años.
Con excepción de mi abuelo, carcomido por el cáncer, no había visto un muerto tan fresco a tan corta distancia. Sigo creyendo que fue la falta de cercanía lo que me hizo avanzar hacia el cadáver y auscultarlo como un niño que acaba de desbaratar un juguete.
Uno sabe que hay cosas que no se deben hacer. Por ejemplo, tocar un muerto antes de que llegue la policía. Fue inevitable. Había que tenerlo muerto para poder preguntarle cosas y que no se fuera. Pero ni en esa situación pude saber algo; el muy raro siguió en las mismas y no contestó.
Las preguntas del primer patrullero que llegó se me antojaron obvias, pero necesarias: ¿Sabe por qué, quién y cómo mataron a este tipo? ¿Vio algo? ¿Y hace cuánto lo encontró?
Manuel, que se había quedado atrás, empezó a contestar cada una con ese tono tan británico que sólo él sabía usar. Lo mataron por raro o por maricón, creo yo, y lo encontramos hace dos horas, pero como la ley no aparece sino hasta cuando le da la gana…
El patrullero operó los botones de su radioteléfono.
***
Lo único seguro en esta vida es la muerte. Parece que los viejos llegan a reconfortarse en esta verdad y aceptan el destino sin mayor oposición. Pero la muerte sin aviso, apenas pasados los veinte y a causa de un cuchillo, nos ha puesto a revalorar el lugar que ocupamos en este mundo.
Por lo menos, yo estoy empezando a sentir que mi hora puede llegar en el momento menos pensado. Desde el asesinato del raro o ‘Misterio’, como le decíamos, dejamos de confiar en los demás y comenzamos a fingir una cotidianidad tensa y peluda, como una rata muerta.
Manuel se refugiaba en el sarcasmo y la risa de humor negro. Le pasaba lo mismo cuando tiembla la tierra o cada vez que lo roban yendo para su casa. ¿Y si se trata de un operativo para eliminar a los hombres guapos de la facultad? Ahí sí corremos peligro, Mauro, usted más que nadie, decía burlón y se le notaban en el cuerpo las ganas contenidas de ponerse a fumar. Claro que toca esperar a ver si aparece otro por ahí, con las tripas al aire, remató. Y yo quedaba con ganas de pegarle, pero me reía y abrazaba la taza de café haciendo de cuenta que tengo frío.
Pero el miedo a la muerte es normal si uno es humano. Más que el miedo, me fastidiaba la suspensión de las clases y los interrogatorios. No sé si sería mala suerte, pero al poco tiempo –una semana, tal vez- llegué al salón de álgebra lineal un poco más temprano, gracias a un relojito adelantado quince minutos.
Margarita, la diminuta profesora que nos quería como a sus hijitos, estaba tumbada bocarriba con el mismo harakiri del que fue víctima el raro. Bueno, por ahora, la hipótesis de Manuel acerca de un complot contra los guapos de la facultad parecía no tener fundamento. La profesora, a lo sumo, sería la primera en una cadena de exterminio sobre las mujeres feas. Es que era espantosa. Parecía un pajarito mojado por el rocío de la mañana. Tenía más de cincuenta años metidos en un metro y veinte de humanidad, pero eso no quita el hecho de que era un amor, término usado por las señoras cuando quieren decir que alguien es chévere y delicado.
Llegué preparado para las dos horas de acertijos matemáticos acostumbradas para los jueves. Me tomé el trabajo de resolver algunos la víspera para que la salida al tablero fuese menos vergonzosa. A la profe le gusta sentirse escuchada y le excitaba el orden en los cálculos con todo y líneas trazadas con regla.
Manuel y yo, aunque sea feo decirlo, éramos sus pupilos más avanzados. Necesitábamos muy poca nota para ganar la materia y hacíamos las veces de tutores de varios compañeros. Por eso, debo confesar que sentí cierta frustración al verla ahí tirada y cortada en canal. La sangre seguía brotando en un flujo constante, bajando por las baldosas y serpenteando hasta ensuciarme el zapato. Ahora la cara tenía buen aspecto. Después de todo no era tan fea. No sé si lo que le sentaba bien era el tono pálido de los cachetes o la mueca de dolor que tenía fija donde antes solía verse un pico de cucarachero.
Lo de las tripas se veía espantoso, pero al caer se le subió la falda dejando al descubierto un bonito par de piernas de pollo, flaquísimas, pero de buenas formas. Allí tirada, en posición decúbito lateral ya no tenía joroba.
Sentí culpa por experimentar una erección en ese momento y le agradecí al destino que Manuel no hubiese llegado antes.
De eso ya hace veintitrés años. Yo maté a los dos primeros y Manuel, sin darse cuenta, al último. Pero para pagar dos, lo mismo me da el tercero.
Manuel viene cada que se acuerda y me cuenta que está dejando de fumar. Creo que va por buen camino pues esa tos parece ser la del enfisema que le quitará el resabio para siempre. El resabio y otras cosas.
Con el raro, valga la redundancia, se sintió igual. Quién iba a pensar que un tipejo menudo y macilento como yo podría ganarle el tiro a uno más fuerte. Tenía curiosidad, ganas de averiguar quién era. Si no hablaba, entonces podía ver si las entrañas revelaban algo.
Pobre Manuel, siempre ha tenido un olfato tremendo para los problemas. Donde se para, ahí pasa algo feo. Cuando se desplaza, aparentemente, en condiciones ideales entre A y B o C o D, se encuentra con viento en contra. También los zapatos le arrastran por el piso tratando de vencer la fricción.
Me consta que quiere ser un tipo sencillo, un mero problema cinemático. Ansía poder existir sin considerar motivos o razones, pero viene Newton (siempre viene con gafas de aro y carro azul) y le suelta sus leyes para que las cumpla. Eso de la anarquía aplica muy bien para cosas distintas a las leyes del cosmos. ¿Ante quién se debe elevar una demanda para derogar la ley de la gravedad? ¿Quién fue el ponente? Bueno, la segunda pregunta se contesta sola, pero ¿Si no existiera el concepto, los cuerpos dejarían de atraerse?
He tenido tiempo de sobra para pensar en Manuel y su mala suerte. Cada vez que viene alcanzo a preparar el discurso, pero no le digo nada, tal vez por pena.
A la policía le pareció demasiada coincidencia que los que hallaron el primer cuerpo, estuvieran sentados viendo el segundo. Yo mismo hice las dos llamadas porque es un deber ciudadano dar parte a las autoridades. Sin embargo, se llevaron los cadáveres completos.
Con los datos suministrados, conteste:
¿Por qué estaban los dos sujetos en el salón si las clases habían sido suspendidas?
¿Qué hacía la profesora en ese sitio y a esa hora?
¿Cómo entraron a la universidad, dada la orden de cese de actividades?
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