Fragmentos analíticos de libros sin leer

Fulcanelli

Por Juan Pablo Ramírez Idrobo

Frente a mi nariz tengo la obra crítica de Julio Cortázar, atiborrada en un solo tomo espeluznante por lo gordo. A su lado, un ejemplar de El misterio de las catedrales, de Fulcanelli, acaba de sorprenderme una vez más: siempre lo dejo bien ubicado en la biblioteca y siempre aparece junto a los libros que tengo sobre el escritorio y que debo revisar. Sin embargo, nunca lo abro; vuelvo y lo llevo al cuarto contiguo y lo encalabozo junto a los demás que lucen bonitos en su estantería hecha a mano por la fina motricidad de mi padre carpintero.

No solo yo ignoro quién es, fue o será Fulcanelli. Unos dicen que sí, que vivió en Francia. Otros que no, que es un seudónimo para un tal Canseliet quien en el prefacio del libro se declara discípulo de Fulcanelli. Hay quien se aventura a identificar al misterioso conde Saint-Germain, personaje fabuloso que me ha llenado de intriga desde los 14 años, cuando leí un artículo sobre sus extrañas apariciones a través de la historia y sus vínculos con toda clase de artes y ciencias ocultas.

En esa primera adolescencia fui presa del coleccionismo de revistas y libros que versaran sobre ovnis, misterios de las pirámides y conjuras masónicas para el control mundial. En algún pasaje de El péndulo de Foucault, Umberto Eco llama a los autores de este tipo, “los diabólicos”. Pues bien, me consagré a la lectura de los diabólicos, esperando ver al primer alienígena cruzarse en mi camino.

Pero la fiebre duró hasta que Fulcanelli y sus catedrales aterrizaron en mis manos. Puse el libro en la biblioteca por primera vez y me desentendí del tema. Lo raro fue que, a pesar de ser consciente de haber dejado el libro en el anaquel, empecé a encontrarlo sobre la cama, en el baño, dentro de la mochila. Siempre lo cargo porque siempre aparece.

Como ahora. Quería hablar sobre la obra crítica de Cortázar, que acabo de comprar, pero es que tiene tantas páginas…

*

Ulises

En mayo del 2005, durante una corta visita a Bogotá, tuve la agridulce fortuna de entrar a una librería de viejo y comprar una edición bastante bonita de Ulises de James Joyce. El prestigio de la obra la precedía, por lo que me animé a gastar lo último que tenía y caminar el largo trayecto de vuelta a mi hospedaje.

Embalé el libro con sumo cuidado y abordé la flota que me traería de regreso a Popayán, fantaseando de cuando en cuando con lo rico que la iba a pasar al comenzar a leer mi tesoro.

En efecto, llegué a casa y descargué la maleta. Me di un baño con agua hirviendo y salté sobre Ulises como la gastada metáfora del tigre sobre su presa.

Hoy se cumplen 15 años de aquel evento y no he podido pasar de la página 3.

*

Como resabio calmante me gusta pasar cada tanto por librerías de viejo. Acá, en esta villa famosa por lo culta, solo hay dos y refundidas en rincones atiborrados de abastos, graneros, abarrotes y putas. A veces, el dueño de una saca algunos libros, monta un quiosco y vende lo que puede en el parque del Poeta Soldado, conocido así por la estatua de Julio Arboleda, insigne esclavista y potente guerrero antiabolicionista local.

Una vez, siendo muy niño, le pregunté a mi papá por qué Julio Arboleda era el poeta soldado. Papá, que nunca fue tacaño con sus enormes dotes pedagógicas, me explicó que, como la estatua era metálica y el señor había sido también poeta, la habían soldado allí unos empleados metalúrgicos del municipio. Años después descubrí el embuste de la explicación, además de comprender que las típicas bromas de papá fueron mi escuela para combatir la seriedad, el aburrimiento y la daga para malherir el ego de los idiotas.

Pasé por el parque aquel y el hombre de los libros (es flaco, bigotudo y medio tonto), tenía su negocio ambulante. De inmediato encontré un Breve diccionario de ateísmo, que tan solo por el título fue a parar a mi mochila tras pagar una suma ridícula. Un diccionario de ateísmo soviético, traducido en Cuba y pensado como herramienta para la investigación en la siempre noble rama del ateísmo científico (juro por lo más sagrado, valga la blasfemia, que así reza la contratapa).

Ateísmo

Un detalle adicional. Las definiciones, ordenadas de A a Z, contienen los más diversos términos sacros desde, “Amén” hasta “Zacarías”. Interesante paradoja que podría ser motivo de sesudas tesis doctorales en el siempre noble y nunca bien ponderado ateísmo científico.

*

Vuelvo sobre Ulises porque es, de los libros que hay en mi biblioteca, el más importante. Ahora se verá por qué lo valoro como tal y no se extrañe nadie o alguien (dos modos distintos de decir la misma persona, nadie o alguien, el mismo), de que acabe demostrando todo lo contrario.

Ya mencioné la llegada del libro a mis manos en aquella primavera bogotana (horrendo anacronismo estacional), y quedó insinuada la cuestión de que, pasados casi tres lustros, no he pasado de las primeras páginas.

Pues bien, compré el libro por un intenso impulso esnob que me obligaba a presumir un mamotreto de tal envergadura, sabiendo que las recomendaciones de algunos amigos apuntaban a la grandeza de la obra y a la obligatoriedad de leerla. Era mi deber pasear con ese libro bajo el brazo, pues me había convertido en una especie de faro bibliográfico (más bien una linterna de pilas AA), para el círculo cercano de amigos y condiscípulos. En parte la fama era bien merecida porque hasta esos días yo había leído como enajenado y me traía mis buenas lecturas paralelas que asombraban a más de uno. Recomiéndame algo de suspenso, decía uno. ¿Qué sería bueno leer para empezar a conocer a Sthendal?, preguntaba alguien: a Stenhdal, respondía yo siempre atento a la broma. Hasta ese punto, Sthendal o Stenhdal o Stendhal, me sonaba a poeta inglés. Pero no, resulta que era francés y recién ahora, el mes pasado, supe que se pronuncia con acento en la última sílaba, [Stendhál]. Rojo y negro y La cartuja de Parma, dos excelentes tomos que no he leído.

Porque he leído mucho, ya dije, pero no tanto porque los libros del mundo parecieran infinitos (sé que no lo son) y la biblioteca universal, prefigurada por Borges, es una gigantesca criatura que se reproduce con pasmosa velocidad y engendra, engendra, engendra, engendra tomos como si de respirar se tratara. De modo que Stendhal, no. Víctor Hugo, no. El Infante Don Juan Manuel, menos.

He soñado con aquella criatura. Mis sueños son muy artísticos, para qué negarlo, por lo que la biblioteca general se me revela como un espacio a lo Dalí (por otra parte, no podía ser de otro modo), flotando sobre la costa, intuyo que sería Tolú, mientras se contrae toda ella en espasmos que expulsan millares de libros de todas las índoles. Y yo desde abajo abriendo los brazos para agarrar los que pueda, al mejor estilo de una piñata. Caen los libros expulsados de la matriz flotante y golpean duro mi cabeza y brazos. Despierto cuando me golpea el Pequeño Larousse en color. Entonces pienso en Borges que escribió poco (cuentos más bien breves, poemas a media marcha y ni una novela), pero lo escribió todo. En cada cuento, como en cada cuerpo según los orientales, está el universo y por eso digo que lo escribió todo. ¿Y no es acaso el mismo ejercicio de cada escritor? Problema resuelto.

Mi respuesta sobre Stendhal, llena de vueltas y sueños, era el aperitivo nada más. ¿Qué es lo que más te gusta de Gabo?, preguntaban. Que fumaba, respondía yo. Porque las cosas hay que decirlas: los escritores no me llaman la atención porque a mí lo que me gusta son las mujeres. De pronto la obra del escritor, sí, de modo que a Gabo siempre le admiré el bigote y el pucho o la voz cadenciosa. A Cortázar le sonaba muy sabroso esa erre enroscada en la garganta, similar al hablado de Alejo Carpentier, como a Bolaño la exótica mezcla de chilenismos e hispanismos en la misma frase.

Pero la charla llegaba al inevitable punto del libro que traía en la mano. ¿Uy, Joyce, qué tal?, preguntaban. Uf, abrumador, respondía yo sin confesar que ni siquiera lo había abierto. Bueno, es una exageración. Sí lo había empezado y logrado llegar tres páginas en el futuro mientras Leopold Bloom se afeita. Escribo estos recuerdos en 2019 y voy exactamente en la misma página.

*

Algunos libros ya leídos entran en la biblioteca personal para convertirse en ejemplares sin leer. Hay una clase especial de libros que en su momento cayeron en mis manos porque alguien los estaba leyendo y los recomendaba. Entonces el préstamo era inevitable. Luego, años más tarde, el placer consiste en comprarlos para tenerlos, nada más, ponerlos a la vista para acariciarlos cada cierto tiempo y recordar algún pasaje o a la persona que lo prestó cuando lo leímos.

 

 

El señorito inglés

Tomada de: matleal.wordpress.com

Tomada de: matleal.wordpress.com

El señorito inglés se pasea de un lado a otro tratando de no fumar. Lleva las manos en los bolsillos, apretando con firmeza los muslos velludos –los mismos que causan sensación en la piscina pública cada sábado- y silbando la línea de bajo de algún éxito que bien podría ser de Pink Floyd.

Camina con pasos, como todo el mundo, agigantados porque es de huesos amplios. Va del punto A hasta el punto B, describiendo un movimiento rectilíneo acelerado que se convierte en armónico simple cuando le invade su angustia de fumador en rehabilitación.

El viento sopla en contra, es decir, de B hacia A, y trae consigo el aroma del tabaco de varios sujetos (masas puntuales) que transgreden la prohibición. No se sabe si fuman por gusto o por subversivos, o simplemente hagan parte de un complot orquestado por el terrorismo para provocar una recaída del señorito inglés.

Manuel, así se llama, mide casi dos metros y proyecta una sombra en el piso con una luz incidente a treinta y ocho grados sobre su cabeza. Su cuerpo entero es el cateto opuesto al ángulo de su sombra con el piso, pero no se mide en radianes por aquello de la terquedad propia de los ciudadanos del imperio británico.

Cuando ya no soporta el ardor en las piernas saca las manos de los bolsillos del pantalón y las mete en la chaqueta, como si hiciera mucho frio, a pesar del fenómeno del niño que le trae el aroma del viento. Marlboro, tal vez Lucky Strike. No, es Lucky con absoluta certeza y en un giro de tiempo, imposible para la mecánica clásica, se ve a sí mismo aprendiendo a no ahogarse con las primeras caladas de un pucho que marea.

El último día en el colegio, antes de graduarse, y los gañanes del grupo, fumadores todos. Grandes, hombres, masculinos, pese a sus 17 recién cumplidos. De alguna manera hay que crecer, pensaba, y aspiró el Lucky recién encendido. Recuerda que vomitó hasta la última gota de vida y regresa hasta su ruta entre A y B (un poco más cerca de B). Pero es un regreso intangible porque siempre, o por lo menos todo este rato, estuvo moviéndose para llegar.

Sabe que verse a sí mismo haciendo cosas ya hechas se llama recordar. La caminata se le hace más leve si recuerda, pues reemplaza el entorno por vainas virtuales alojadas en la memoria, hasta el punto de sentir el tiempo pequeñito y ridículo. Recuerda, también, que estuvo sin fumar mucho tiempo, pero que las muertes en las que se vio involucrado le castigaron la voluntad hasta convertírsela en muñeca inflable para usar en la soledad de las noches de invierno.

Manuel tiene casi treinta años y una vida plena por delante. Acabó el bachillerato sin contratiempos y pelea con el mundo cada vez que se propone dejar de fumar.

Después de la primera muerte la frialdad de los saludos se volvió costumbre. Cuando el drama del homicidio no lo toca a uno directamente, la vida transcurre como si nada. Por eso, todo parece cotidiano, aún las bromas macabras sobre quién podría ser el próximo.

Cuando murió el primero no sabíamos que vendrían más. Total, era un tipo raro y solitario. De vez en cuando se acercaba a preguntar la hora o pedir lumbre. Manuel procuraba involucrarlo en nuestra charla, pero encendía su cigarrillo y volvía a un rincón a mirar, literalmente, para arriba. Verlo, casi con la misma expresión triste, tirado en el piso y botando sangre por el abdomen abierto, fue más conmovedor que otra cosa. De todos modos era un completo desconocido, a pesar de haber tomado los mismos cursos desde hace años.

Con excepción de mi abuelo, carcomido por el cáncer, no había visto un muerto tan fresco a tan corta distancia. Sigo creyendo que fue la falta de cercanía lo que me hizo avanzar hacia el cadáver y auscultarlo como un niño que acaba de desbaratar un juguete.

Uno sabe que hay cosas que no se deben hacer. Por ejemplo, tocar un muerto antes de que llegue la policía. Fue inevitable. Había que tenerlo muerto para poder preguntarle cosas y que no se fuera. Pero ni en esa situación pude saber algo; el muy raro siguió en las mismas y no contestó.

Las preguntas del primer patrullero que llegó se me antojaron obvias, pero necesarias: ¿Sabe por qué, quién y cómo mataron a este tipo? ¿Vio algo? ¿Y hace cuánto lo encontró?

Manuel, que se había quedado atrás, empezó a contestar cada una con ese tono tan británico que sólo él sabía usar. Lo mataron por raro o por maricón, creo yo, y lo encontramos hace dos horas, pero como la ley no aparece sino hasta cuando le da la gana…

El patrullero operó los botones de su radioteléfono.

***

Lo único seguro en esta vida es la muerte. Parece que los viejos llegan a reconfortarse en esta verdad y aceptan el destino sin mayor oposición. Pero la muerte sin aviso, apenas pasados los veinte y a causa de un cuchillo, nos ha puesto a revalorar el lugar que ocupamos en este mundo.

Por lo menos, yo estoy empezando a sentir que mi hora puede llegar en el momento menos pensado. Desde el asesinato del raro o ‘Misterio’, como le decíamos, dejamos de confiar en los demás y comenzamos a fingir una cotidianidad tensa y peluda, como una rata muerta.

Manuel se refugiaba en el sarcasmo y la risa de humor negro. Le pasaba lo mismo cuando tiembla la tierra o cada vez que lo roban yendo para su casa. ¿Y si se trata de un operativo para eliminar a los hombres guapos de la facultad? Ahí sí corremos peligro, Mauro, usted más que nadie, decía burlón y se le notaban en el cuerpo las ganas contenidas de ponerse a fumar. Claro que toca esperar a ver si aparece otro por ahí, con las tripas al aire, remató. Y yo quedaba con ganas de pegarle, pero me reía y abrazaba la taza de café haciendo de cuenta que tengo frío.

Pero el miedo a la muerte es normal si uno es humano. Más que el miedo, me fastidiaba la suspensión de las clases y los interrogatorios. No sé si sería mala suerte, pero al poco tiempo –una semana, tal vez- llegué al salón de álgebra lineal un poco más temprano, gracias a un relojito adelantado quince minutos.

Margarita, la diminuta profesora que nos quería como a sus hijitos, estaba tumbada bocarriba con el mismo harakiri del que fue víctima el raro. Bueno, por ahora, la hipótesis de Manuel acerca de un complot contra los guapos de la facultad parecía no tener fundamento. La profesora, a lo sumo, sería la primera en una cadena de exterminio sobre las mujeres feas. Es que era espantosa. Parecía un pajarito mojado por el rocío de la mañana. Tenía más de cincuenta años metidos en un metro y veinte de humanidad, pero eso no quita el hecho de que era un amor, término usado por las señoras cuando quieren decir que alguien es chévere y delicado.

Llegué preparado para las dos horas de acertijos matemáticos acostumbradas para los jueves. Me tomé el trabajo de resolver algunos la víspera para que la salida al tablero fuese menos vergonzosa. A la profe le gusta sentirse escuchada y le excitaba el orden en los cálculos con todo y líneas trazadas con regla.

Manuel y yo, aunque sea feo decirlo, éramos sus pupilos más avanzados. Necesitábamos muy poca nota para ganar la materia y hacíamos las veces de tutores de varios compañeros. Por eso, debo confesar que sentí cierta frustración al verla ahí tirada y cortada en canal. La sangre seguía brotando en un flujo constante, bajando por las baldosas y serpenteando hasta ensuciarme el zapato. Ahora la cara tenía buen aspecto. Después de todo no era tan fea. No sé si lo que le sentaba bien era el tono pálido de los cachetes o la mueca de dolor que tenía fija donde antes solía verse un pico de cucarachero.

Lo de las tripas se veía espantoso, pero al caer se le subió la falda dejando al descubierto un bonito par de piernas de pollo, flaquísimas, pero de buenas formas. Allí tirada, en posición decúbito lateral ya no tenía joroba.

Sentí culpa por experimentar una erección en ese momento y le agradecí al destino que Manuel no hubiese llegado antes.

De eso ya hace veintitrés años. Yo maté a los dos primeros y Manuel, sin darse cuenta, al último. Pero para pagar dos, lo mismo me da el tercero.

Manuel viene cada que se acuerda y me cuenta que está dejando de fumar. Creo que va por buen camino pues esa tos parece ser la del enfisema que le quitará el resabio para siempre. El resabio y otras cosas.

Con el raro, valga la redundancia, se sintió igual. Quién iba a pensar que un tipejo menudo y macilento como yo podría ganarle el tiro a uno más fuerte. Tenía curiosidad, ganas de averiguar quién era. Si no hablaba, entonces podía ver si las entrañas revelaban algo.

Pobre Manuel, siempre ha tenido un olfato tremendo para los problemas. Donde se para, ahí pasa algo feo. Cuando se desplaza, aparentemente, en condiciones ideales entre A y B o C o D, se encuentra con viento en contra. También los zapatos le arrastran por el piso tratando de vencer la fricción.

Me consta que quiere ser un tipo sencillo, un mero problema cinemático. Ansía poder existir sin considerar motivos o razones, pero viene Newton (siempre viene con gafas de aro y carro azul) y le suelta sus leyes para que las cumpla. Eso de la anarquía aplica muy bien para cosas distintas a las leyes del cosmos. ¿Ante quién se debe elevar una demanda para derogar la ley de la gravedad? ¿Quién fue el ponente? Bueno, la segunda pregunta se contesta sola, pero ¿Si no existiera el concepto, los cuerpos dejarían de atraerse?

He tenido tiempo de sobra para pensar en Manuel y su mala suerte. Cada vez que viene alcanzo a preparar el discurso, pero no le digo nada, tal vez por pena.

A la policía le pareció demasiada coincidencia que los que hallaron el primer cuerpo, estuvieran sentados viendo el segundo. Yo mismo hice las dos llamadas porque es un deber ciudadano dar parte a las autoridades. Sin embargo, se llevaron los cadáveres completos.

Con los datos suministrados, conteste:

¿Por qué estaban los dos sujetos en el salón si las clases habían sido suspendidas?

¿Qué hacía la profesora en ese sitio y a esa hora?

¿Cómo entraron a la universidad, dada la orden de cese de actividades?

Grafique sus respuestas.

Observaciones:

  • Se permite el uso de calculadora.
  • Tiempo máximo: 2 horas.
  • Todo intento de copia anula la prueba

 

Tríptico #1

Imagen tomada de secretwindowoffantasy.blogspot.com

Imagen tomada de secretwindowoffantasy.blogspot.com

Blancanieves

Muy aseñorada se levanta a las diez, tras ajetreada cuchipanda en los bajos de su residencia. Pálida como una mota de algodón. Flácida porque está en pijama y sin maquillaje. Espejito, espejito, dicen que dice con aquella voz pastosa de las recién resucitadas. ¿Quién es la más bonita?, remata con ganas de que la boca deje de saberle a cenicero. El espejo, como es obvio, no contesta, ni bobo que fuera.

Entra una mucama, tal vez la única que queda, y retira el salto de cama de los hombros lívidos de la mujer lívida que hace mucho no se pone lúbrica. ¿La señora quiere desayunar o primero hará sus pilates? Señorita, se demora más, pero se expone menos… Señorita, el baño está preparado.

En efecto, el baño en tina con sales esenciales está listo. Se mete despacio, zalamera, gimotea un poquito y arroja ajos a la mucama por cuestión de temperatura acuática. Sumerge todo ese monumento a la vanidad y deja que el agua le cubra la cara.

Como le falta el aire empieza a sobrarle imaginación. Un caleidoscopio y del fondo salen todos sus perritos de la infancia, los novios –a las buenas y a las malas-, la fiesta de anoche, de siempre, los abortos, el sol de medianoche.

La mucama entra. Mete las manos en la tina y sacude a la patrona. Nada qué hacer. Está morada y tiesa.

Y así es todos los santos días.

***

Caperucita

Hay dos formas de cruzar el bosque y llegar al refugio. ¿Una fácil y otra difícil? No, una larga y otra corta. Pero, la larga es más difícil. Eso es relativo aunque, en este caso, sí, es más complicado demorarse más. Y el paisaje es variado.

Me quedé sin ideas, gracias a la fabulosa crítica. Un pelele, que a lo sumo puede escribir su nombre, considera que escribo muy cortico y habla durante horas de lo que no sabe: leer.

Una mujercita repelente que osa cometer malos versos. Habla del siglo de oro y de la poesía decimonónica y trata de construir estrofas iguale. Se hace la sorda cuando le dicen que no piense, que no mida sus palabras, que haga poesía. Arruga la boca y se enoja cuando le dicen que sus versos saben a feo, que los lee feo, que no tienen alma propia.

Y que se enoje. Escribir no es para todos; es para nadie.

Sin embargo, sanos y salvos hemos podido salir de este bosquecillo de mierda. Mira, las luces de la ciudad.

***

Cenicienta

Cuando fue a la entrevista en el banco no se preocupó demasiado por el atuendo. Sabía cómo vestirse de tanto ver a la mamá arregladita todas las mañanas para ir al mismo lugar donde ella pretendía tomar su puesto.

Entró como si nada. La vida del empleado bancario es gris y no da para alzar la vista. Sólo la señora de los tintos se percató de su asombroso parecido con la recién jubilada cajera mayor. Le hizo caravanas y prodigó más de una sonrisa. Siga, siga, aspirantes por acá, decía mientras la empujaba con cariño hacia la oficina del gerente.

Nombre
Carolina
Estudios
Completos

Y demás cháchara propia de estas ocasiones.

El puesto era suyo: Llegó a la casa con resignada felicidad. Aguardaba el momento en que la mamá llamara a comer para contarle las buenas nuevas.

Se quitó los tacones y el sastre. Enderezó a San Antonio, habida cuenta de promesa cumplida, y se disponía a soltarse el sostén cuando se escuchó en toda la casa el grito poderoso: ¡Carlos Arturo, a comer!

 

Carmela murió de tos a las cuatro de la tarde

(Por el lecho de muerte (Fiebre) I) - Edvard Munch, 1915

(Por el lecho de muerte (Fiebre) I) – Edvard Munch, 1915

Carmela murió de tos a las cuatro de la tarde y la velaron en la casa. Supo ser recia de carácter y callosa de manos, después de ese medio siglo cuidando niños ajenos. Sus dos hijas, propias, de su vientre, seguían el destino de la madre y criaban los niños de los ocho iniciales que ya eran viejos: cuatro machos y cuatro hembritas que fueron llegando al mundo año tras año, sin dar tregua al vientre combativo de la matrona.

La noticia corrió como reguero de pólvora, de cuarto en cuarto, hasta pasar por todas las estancias del caserón. Se escuchó el último gargajo y un ajo poderoso que bien podría hacer sonrojar al mismísimo Satanás. Estaban casi todos. Vivían en esa colmena casi todos. Faltaba el de Medellín, el arquitecto, y tampoco estaba el pescador, el empleado público. En cambio, estaban la mona y la beata haciendo vigilia; el pajarito y su hijo mayor; la actriz y el marihuano viendo una película de Charles Bronson por televisión.

Era un domingo perezoso, de misa y pijama. Un sancocho de guineo mal hecho, porque Carmela ya no cocinaba, triste asunto su postración y su rostro desconocido para los chiquitines, que sólo la oían toser encerrada en la alcoba. Tal vez el hijo mayor del pajarito era el único de los nuevos que la había visto y saludado porque su papá nunca creyó en el embeleco burgués de la tuberculosis.

Carmela recorría los pasillos estrechos de una casa siempre llena de cosas y de gente, con su trapito de limpiar el polvo, silbando boleros de Fernando Valadés. Pasaba, como siempre, por la salita de estar para ver si no se le ofrecía un brandy al patrón. Siempre se le ofrecía: el abuelo era así, viudo, risueño y alcohólico. Desde que los niños crecieron, Carmela pasó a ocupar el lugar ideológico de la matrona y la bisabuela. No daba órdenes, pero se abnegaba en el cuidado de la casa, la vestimenta de los ahora empleados y el podado de la enredadera del patio grande. Patrullaba, haciendo un recorrido en T –como el de las procesiones- y volvía a la cocina donde permanecían, impávidas, sus dos hijas, las propias.

En otras épocas la cocina era una fiesta. Ahora, se compraban los víveres al diario, esperando el último estertor. Los pasos de Carmela eran livianos; nadie la sentía hasta que se aclaraba la garganta y la rutina rota. Así supo de los primeros escarceos manuales de los cuatro niños, todos a su debido tiempo, castigando pensamientos eróticos en el patio de atrás, frente a la penca de sábila. ¿Qué tendrá el aloe que atrae a los muchachitos pajizos?, pensó alguna vez Carmela mientras los dejaba hacer. ¿Estarían pensando en ella, que tuvo buenos años, buenas carnes? Se le hacía ver al arquitecto y al pajarito dibujando espirales con crayones y a la actriz envuelta en una toalla, presta a revivir fragmentos de ‘Sorba el griego’. Todo en ese patio de atrás, que era para lavar ropa y jugar.

El recuerdo de tiempos mejores es un bálsamo para la vejez. A Carmela le dolió parir dos y sufrió lo indecible con la súbita adultez de sus ocho postizos. De ir a matiné para ver Pinocho, la actriz y el marihuano ya estaban de compinches juveniles viendo a Charles Bronson en un televisor diminuto. Seguía caminando por la casa en aquella rutina atronadora por lo sigilosa. Las voces cansadas de la mona y la beata repetían las letanías hasta empezar a perderse en un susurro constante, como el zumbido de un cucarrón mierdero.

Cuando murió la matrona, Carmela obtuvo el permiso para mudarse a su alcoba. Era inevitable. Veía a las beatas ennegrecidas por el incienso; el hijo mayor del pajarito daba vueltas frenéticas, en su triciclo metálico, alrededor del papá, Charles Bronson y el abuelo que ya iba por el octavo brandy. Estoy cansada, dijo en voz muy alta para que le pusieran atención y llamar al orden. Caminaba con su típico paso lento, pero imponente.

De pronto, alguien entra a la casa por la puerta de atrás. Es el pescador que viene atribulado y lloroso. Carmela lo mira con ternura, pero no le dice nada para no molestarlo. ¿Qué pasó, pajarito, dónde está Carmela? Y sube saltando de a dos escalones. Murió a las cuatro, le dijeron todos en coro y Carmela lo seguía y lo vio entrar en su alcoba y verla ahí en la cama, como dormida y, de repente, la tos.

Carmela se divirtió con la última broma cruel del pajarito a su hermano mayor. Mientras el pescador lloraba a su nana muerta, el niñito del triciclo estaba escondido bajo la cama tosiendo.

Descansó en paz.

 

Margarita sin hogar

marga

*

El desorden de mi vida se lo debo a esta incapacidad de cerrar los ojos cuando estornudo. Debo ser el único ser humano que los deja abiertos y así, aparte de ser un tipo cansón, he ido convirtiéndome en un fenómeno de circo. De niño, espantaba a mis compañeritos de kínder porque después del estornudo dejaba los ojos fijos, abiertos de par en par, inyectados en sangre como un toro que se dispone a embestir al canalla del vestido deslumbrante. No es algo que se pueda controlar. Los estornudos se espantan con un gesto, pero regresan al instante con más fuerza que al principio, como desquitándose por el amague.

Anoche vino Raúl con su guitarra y su novia. Aún no puedo distinguir con claridad cuál es cuál, pero sé que besaba a una y tocaba a las dos. Raúl es el único amigo que me sobrevive de la infancia. También es un fenómeno de feria porque tiene ojos en la espalda. Claro que son tatuajes. Vino, estuvo un buen rato y comió con ganas. No hablamos mucho, a lo mejor por lo de Margarita. Todos saben muy bien que Margarita no podía quedarse más. Disfruto mi soledad y una schnauzer necesita compañía y arrumacos.

Todo lo contrario a Susana. Entró al exclusivo círculo de criaturillas inexplicables hace tres años, y viene escalando posiciones de una manera vertiginosa.

Susana. Miembro número 3.14159265359… de un círculo vicioso que empezaba en cero grados (café y pielroja), hasta darle la vuelta al compás (dos hombres feos tienen el mejor sexo con una mujer fea, dos o seis veces en semana). Antes de Susana, Raúl y yo creímos estar destinados el uno para el otro. Ahora somos cuatro, contando a Margarita. La novia de Raúl no cuenta porque es mi hermana, y mi novia de los viernes, tampoco, porque no tiene nada extraño.

Soy mayor que Susana en cuatro años. Raúl no revela su edad, pero sé que no nos separan muchos meses. Alguna vez su mamá repartió tarjeticas de payasito en solapa. Fue un octubre y yo soy de mayo (mes de la virgen). Recuerdo que nadie fue a tomar el helado de rigor, ni a dejarse manosear del payaso Salpicón, amigo incondicional de los niños de mi edad. Ni siquiera el ‘bobito de la 13’, como me decían las mamás de mis compañeros, se apareció en tan monstruosa piñata. Digo monstruosa por el relato del propio homenajeado quien, aparte de tener ojos atrás, no desfigura su hablar cuando se pasa de copas y sólo cuenta, de principio a fin, su solitaria aventura del cuarto cumpleaños.

De los míos recuerdo algunos. El segundo, con lápices de colores y el abuelito gordo cargándome y canturreando tonadas inentendibles. El tercero, piñata en la finca donde yo era el único invitado, el que la partía y se quedaba con todos los jugueticos. El sexto, año 85, de nuevo finqueando, piñata y granizo a pesar del verano. El séptimo, octavo y noveno dentro de una flota, mareado y lloroso rumba a una de las acostumbradas visitas a los especialistas en monstruosidades de la capital.

Pero inolvidable el del año pasado. Susana y Raúl hablando por lo bajo desde un mes antes. Misteriosos, conspiretas y el día que llega y me da por madrugar. Raúl al teléfono, que ya venía para acá y yo con esa pena de que encontrara a Susana borracha todavía, enroscada en mi sábana de Popeye.

Pese a mi vergüenza, Raúl llegó con un canasto envuelto en papel rojo. Casi le grito que no fuera hijueputa, las anchetas son para las viejitas en diciembre, pero un beso de Susana me contuvo. Recibió el canasto, lo puso en el comedor y del estremecimiento interno le salieron garras y hocico y pelos. Era Margarita.

Aunque hay ocasiones en que el cumpleaños coincide con unas ganas inmensas de lanzarse a un bus en plena autopista. Esas son las menos, pero se guardan en la memoria con cada vuelta de la luna a la tierra y de ésta al sol, que a su vez gira en torno a quién sabe qué sistema más grande y entonces angustia por lo inmenso del universo y de nuevo el bus.

Margarita evitó dos veces mi salto hacia la vergüenza familiar: en la casa hay ingenieros, abogados, periodistas, profesores, prostitutas y drogadictos. Ni un solo suicida. Además, eso ya se ha visto en el cine y siendo yo el que soy (abro los ojos cuando estornudo), al horror no se le debe añadir la vergüenza de no haber sido devorado por el cáncer, como la gente decente.

La primera vez, justo el día en que salió del canasto, corrimos por la avenida y la perrita restregaba su lomo peludo en mis piernas tembleques. ¿Quién, en su sano juicio, puede pensar en arrojársele a un bus mientras alguien peludo hace el intento de amarlo?

Y de pronto me pongo a pensar que el suicidio no se hizo para todo el mundo. Si uno tiene un rasgo particular, se acaba la vida y esa marca sigue. Los suicidas nacen, y con tantas ganas que saben precisamente cuándo les es justo morir. Son una suerte de semidioses con el único don de disponer de su existencia.

Tal vez yo sea uno, eso no se sabe. Cuando se empieza a figurar cómo y porqué, más lejos queda la hora. No me mataría por una mujer o por un hombre. Tampoco por dejar de sentir un dolor violento. Creo que usaría una mezcla de sandía y leche trasnochadas, una tarde de domingo, tomando sorbos lentos y haciéndome una paja perezosa, de esas que duran casi una hora. Como la mezcla letal (según cuenta la leyenda) libera cianuro, los últimos instantes serán caóticos con las entrañas incendiándose y los espumarajos biliosos.

Por eso eché a Margarita. Seguro que se me toma el sorbete de sandía y la que se muere es ella, perra egoísta.

Igual que Susana. Quiere que muera para poder llorar a un amante. Lo mismo le dice a Raúl, pero con sus ojos tatuados en la espalda ha visto el pasado y le asegura que yo estoy muerto desde el primer estornudo.

La anormalidad de Susana tiene que ver más con sus amistades que con ella misma. Si bien, posee una barba envidiada por los popes ortodoxos (con Raúl solíamos especular sobre el asombroso parecido de Susana y Margarita, y hasta llegamos a creer que mi mascota era fruto de un embarazo clandestino de nuestra amiga), lo más importante es que podía ver el futuro. Ya no puede, pero alcanzó a decirme cómo me iba a morir.

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 Raúl, como casi todos nosotros, proviene de una familia acomodada, casi rica. Los tatuajes en la espalda se los hice cuando nos íbamos de paseo a la finca de su tía. Con tinta de lapicero dibujé el retrato de mis ojos que no se cierran, en cada escápula pálida y llena de ronchas. Con las jeringas de insulina de si prima hice que Raúl viera lo que con la cara no puede.

Y las primeras copas. Aguardiente que me idiotizaba pero a él más lo centraba, se le abrían los nuevos ojos y diez años después, el relato del payaso Salpicón, la pieza del servicio con caricias y besitos para el cumpleañero. Que Salpicón decía con voz de payaso y que la tripita de Raúl se ponía durita y luego se meó y dice que le gustó mucho. Que a lo mejor por eso es marica y me besa.

Es que es un buen tipo. De pocos prejuicios y alto como una guadua. Desde que lo conozco siente fastidio por los negros, y eso que él no es muy blanco que digamos, pero le gustan los payasos y los tipos aindiados, de tez cobriza como yo. No es muy macho, por cierto, pero también le gustan las hembras. A mí casi no me importa porque me gustaron primero las mujeres, sobre todo sus primas, y luego él.

Al principio, las muchachas eran inalcanzables. Hasta que llegó Susana nos sentíamos orgullosos de lo maricones que éramos y de que nos valiera huevo. Pero no. Uno no escoge su destino, a no ser que sea suicida. Y ni siquiera así, porque el suicida no escoge serlo, simplemente cumple con lo escrito.

Lo nuestro duró unos cinco años. No se puede decir que hubiésemos salido todo ese tiempo, más bien, nos quedamos en casa a jugar nintendo y escuchar unos casetes viejos de los Beatles.

Yo sí salía con sus primas y las mías, pero en plan de amigas porque las locas somos las mejores para eso. Además, estornudar en las fuentes de soda nos proporcionaba el terror de la concurrencia al ver mis ojos abiertos como un par de huevos fritos. Siempre obteníamos lugares de fábula para sentarnos. Aunque yo no quería sentarme con ellas a que contaran sus adolescencias: quería meterles la mía hasta por los ojos. Y eso fue posible con Susana, varios años después.

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Susana era hija de Ricardo III y una enfermera argentina. En efecto, su padre fue actor de una compañía teatral diezmada, de un día para otro, en plena dictadura de Videla. La niña nació en Bahía Blanca, para beneplácito de Raúl y mío, pero no se acuerda de nada porque su familia huyó estando ella casi recién desempacada del útero.

Lo que sí se sabe bien es que don Félix –que así se llama el papá- atiende su restaurante de domingo a domingo y la señora Carolina cuida a los viejitos de las familias ricas en su trance hacia la inevitable pobreza del sepulcro.

Varias veces hemos comido chinchulines gratis. El truco es sencillo: pedimos que nos atienda Susana y con toda seguridad encontraremos algún vestigio de su poderosa barba por lo que, según las más elementales normas comerciales, de cortesía y sanitarias, la comida es gratis.

De todos modos, a don Félix le alegra que la niña socialice, aunque sea con otros fenómenos. Alguna vez me propuso montar un espectáculo ambulante que se llamaría, “Damián, el hijo de Mefisto”. Estuve a punto de aceptar, pero prefiero mi nombre, no ese Damián que más suena a marca de crema dental.

Susana y yo nos conocimos en la calle. Un día, se apareció por detrás y me susurró que si quería saber cómo me iba a morir. Recuerdo que le dije que no, pero igual me contó y entonces le propuse que fuéramos a mi casa para que le adivinara la suerte a mi novio.

A partir de ese día, no volvió a afeitarse la cara y se negó a seguir prediciendo cosas. Con una de mis camisetas y la actitud adecuada se parece mucho a Carlos Marx. Pero nunca importó demasiado. Ella cerraba sus ojos negros cuando yo estornudaba y gozaba dibujándole gafas a los tatuajes de Raúl. La tiradera era impresionante. Al cabo de dos meses, entre los tres, pesábamos ochenta kilos. Le dolía todo, nos dolió todo y la embarazamos, al menos, tres veces.

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Raúl le cogió confianza a las mujeres gracias a Susana. A veces, los esperpentos tenemos ratos de reflexión y profunda melancolía. Por eso, nos apiadamos del pobre coño de la mujer barbuda y, decididos a no dejar de tirar, nos conseguimos mujeres de repuesto.

A mi hermana le gusta Raúl desde siempre y a mí me importa poco con quién se meta, con la única condición de que no sea panameño. No sé, en mi familia existe un desprecio especial por los pobres, los evangélicos y los escritores de autoayuda. A mí los panameños me despiertan una ira inexplicable. El resto me simpatizan, sobre todo los pobres.

Entonces Raúl y mi hermana. Está bien. Ya casi no aparece por acá y eso es saludable para él. Ojalá entienda que Margarita necesita alguien que esté dispuesto a pasar mucho tiempo con ella. Necesita espacio para jugar, oler, correr, morder, mear y cagar sin que note el olor de las ganas de echarla en una olla para cocinar el almuerzo del domingo.

Él no puede hacerse cargo. Su mamá detesta los animales y, sobre todo, a las perras. Ya lo amenazó una vez en que fue con Susana a tomar café y colaciones. Además, Margarita es muy bandida y se sube al mesón de la cocina para robarse los comestibles. Eso es peligroso para ella, pero Raúl no tiene porqué saber.

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Hoy es mi cumpleaños. Justo el año pasado, Margarita salía de su canasto. ¿Será eso lo que tiene a Raúl tan molesto? Él me la regaló. A lo mejor es por ahí: regalar un regalo ya hecho es grosería.

Como sea, el hecho es que vienen ahora, Raúl y Susana, y no tengo nada para ofrecerles. Por lo general, el del cumpleaños tiene gaseosa y las visitas ponen la torta. En la nevera hay jugo.

“El hogar de la joven pareja clase media plus, se iluminó con la graciosa presencia de un nené. Le pondrán por nombre el de su padre, abuelo y bisabuelo. ¡Albricias!, de parte de esta casa editorial y todos sus periodistas”

Manoseo el recorte de la página de sociales y no dejo de pasmarme con la insistencia de mamá para exponerme en público, aún recién nacido. Debe agradecer que el día que nací no estornudé.

Tampoco es que me guste mucho la idea de no ser mirado a los ojos por la propia familia, pero qué se le va a hacer. Si peleo, de pronto ahora el clan, aparte de pobres y evangélicos, ponga en su lista negra a los estornudantes. Además, contrario a lo que dice la prensa local, me llamo como tía, pero en masculino.

Hoy, cuando cumplo años, el recorte del año pasado me recuerda que Susana dijo cosas que deberían ocurrir de un momento a otro. Susana que, aparte de mucho pelo, se trae sus buenas intenciones. Mujer fea como la leche de soya y extraña como la leche deslactosada, desangelada, descafeinada, sin cosas en el alma, pero buena gente. La sibila de Cumas le queda pequeña, aunque es de sibila me suena a pitonisa. Ahora que recuerdo, Susana no me dijo cómo iba a morir. Lo que dijo fue cómo podía morirme si se me antojaba. No sé para qué me dice esas cosas si ni ella misma sabe cuándo alguien es suicida. El kill yourself no se puede vaticinar porque es el arma secreta de dios, el ritual de consagración de los elegidos y, aunque así parezca, el suicida no elige su muerte; sólo presiente el instante.

Mamá ya estuvo un rato, me dejó unos pantalones nuevos a cambio de un vaso de jugo para refrescarse el verano. Margarita vive con ella hace dos semanas y no se llevan muy bien.

Llegaron. Se escucha la tos fumadora de Susana. Lo está besando, ahora le cuento el chisme a mi hermana, si viene. ¿Cómo están? Sigan y se sientan ¿Juguito? Bueno, ya vengo.

Aquí están los dos vasos, ayúdenme. ¿Y qué más? ¿De qué es el jugo, dijiste, Raúl? Es que te entendí otra cosa. Sí, es de sandía. Susana, no me mires así que la sandía no engorda.

Cumpleaños feliz canto voz en cuello porque mis amores se tambalean de la dicha. Aplaudo porque las caderas que se bambolean parecen un péndulo. Y los pies acelerados levantan una viruta finísima en el piso de madera. Respiro profundo las partículas hasta el paroxismo. Estornudo uno, ojos rojos; estornudo dos, rabia y tristeza. Antes del tercero, cinta de enmascarar en cada ojito, así no se abren y te mueres, amor.

*

Susana pitonisa, médium, tercium, cuéntales, tú que hablas con los muertos. Diles cómo fue, ya que de pura tramposa no te mataste como pactamos. Acá, Raúl sigue enojado conmigo por regalar a Margarita. Contigo, por lo menos no se quedará sin hogar.